Se largó con toda

Tenía razón Diana cuando me dijo que Buenos Aires era un lugar «poético». Es maravilloso cuando estás en el centro y de un momento esta 0interminable masa urbana de anchas avenidas y calles adoquinadas, esta ciudad que nunca duerme, te transporta instantáneamente a Venecia o Ámsterdam.

Basta con ir a la intersección de la avenida Santa Fe y la avenida Pueyrredón —donde hace una semana se abrió la calle, al lado de una estación del metro— para que comience la aventura, para que haya que hacer de tripas corazón y, en particular, de los zapatos una piscina. No hablo de los charcos que se hacen en la séptima de vez en cuando sino de profundidades de más de diez centímetros imposibles de evadir.

El metro no funciona, entonces vamos a coger el bus cercano en la calle Charcas. Pero cuando llego al paradero me encuentro con un camión en llamas, en el cruce con Ecuador, como estimaba desde que comencé a sentir el olor del caucho quemado antes de dar la vuelta. Detrás del camión, una hilera de buses y, de segundo, el 111, el que me deja a una cuadra de la casa.

Así que me voy a pie hasta la avenida Córdoba, paralela a Santa Fe. Para entonces ya cruzo los charcos sumergiendo felizmente los pies en el agua, como si tuviera botas pantaneras. En Córdoba podría tomar el 140, pero no pasa nunca. Claro que cuando decido quedarme en la esquina para parar un taxi pasan dos. Y en cambio los taxis no paran y los que paran preguntan adónde voy —que ya es pésima señal—, hacen mala cara, mueven las manos y gritan porteñamente y se van.

Por fin para un tipo y le digo que voy a Juan B. Justo —aunque en realidad es un par de cuadras más allá— y dice que está muy difícil pero va a intentarlo, que en cualquier momento nos vamos a quedar ahí trancados. Yo le digo que me lleve hasta donde pueda, porque sé que un taxista es tan escandaloso aquí como en Bogotá.

El taxi va bien, pienso, porque igual Córdoba es un paquidermo y cualquier viaje, especialmente a esa hora, se demora un huevo. Y si llueve, pues normal que se demore. Pero comienza el taxista a contarme del agua, del agua en todas partes, de la piscina que se hace en las vías del tren al lado de Juan B. Justo, que yo no sé nadao sencillamente que no sé, que mirá hasta donde va a estar el agua allá adonde voy y yo me río y el tipo cree que me estoy burlando pero estoy comenzando a creerle.

Se desvía de Córdoba para ir por Aráoz y bajar por Honduras y las cosas parecen mejor, al menos van más rápido. Y Honduras ya está más lleno de carros, pero avanza, poco a poco. Claro que el taxista a cada rato dice que aquí nos quedamos, que estamos jodidos, que se arrepiente de haber tomado esto, que ni me va a cobrar. Yo le digo que siga, que fresco, que hasta donde pueda.

Mientras tanto me dice que si soy colombiano y me sorprende porque no me dice mejicano ni puertorriqueño, como hasta ahora, y me cuenta que había llevado a una colombiana, que lo había enloquecido porque muy linda y que el cantito y todas esas chimbadas y le digo que las de aquí no están mal aunque estoy de acuerdo con la apreciación de Kieran de que parecen yeguas por sus caras largas y facciones finas. Silencio. Aparece entonces un árbol caído y debajo un carro ya partido en dos. «¡Huy! ¡Lo mató!», exclamo, queriendo ser más local. «Y sí, ¿viste? Es lo que te decía.»

Llegamos a plaza Cortázar, centro del proyecto macarenesco que son los Palermos Soho y Hollywood, y hay un enjambre de carros que dan la vuelta, los que vienen de Serrano huyendo de Córdoba y quieren irse a Santa Fe quién sabe por qué, porque debe estar igual o peor que Córdoba. O quieren seguir por Honduras, entonces ya no podemos seguir por Honduras y hay que irse hasta El Salvador. «¿Y si va por Paraguay?», le digo. Y algo me dice para bajarme de esa nube e igual se va hasta El Salvador y sigue bajando pero ya ahí me dice que se acabó el paseo, que no hay nada que hacer, que por cortesía me deja de nuevo en Honduras pero que ahí quedó yo por cuenta propia. Pago y agradezco y me llevo mi maleta, mi paraguas y las bolsas del supermercado.

Ya no llueve, no caen gotas y pienso que está muy bien eso, que los taxistas son exagerados en cualquier lugar del mundo y doy vuelta a la cuadra para bajar por Honduras y ahí está el panorama, el destino que me espera. Los carros parados van haciéndose más pequeños a lo lejos porque cada vez se sumergen más y más. Pero no hay más remedio que seguir andando, especialmente porque Juan B. aún se ve lejos. No está tan lejos en realidad, pero el agua ya me llega a las rodillas y camino entre los carros, que comienzan a intentar tomar la calle en contravía porque más adelante las cosas no están mejor.

La calle está trancada por el paso a nivel. Pero el tren no pasa. Logro cruzar y llego a la avenida Juan B. por fin. La cruzo sin poner atención a los semáforos. Creo que el caos es responsabilidad de todos. Estoy en un estado contemplativo o estoy atónito porque aún no puedo creer todo lo que veo. Y mucho más sorprendido cuando llego al otro lado y me encuentro con que tanto Honduras como Gorriti están inundadas hasta casi un metro y tengo que seguir caminando así al menos por tres cuadras más.

Al otro lado, por Gorriti, teniendo como marco los árboles que están en todos los andenes de Buenos Aires, ahora amarillentos y verdosos, como supongo que deben estar en los primeros días del otoño, se ve un inmenso e interminable océano oscuro del que apenas sobresalen un par de carros con el agua hasta la mitad de la ventana y un contenedor de basuras en el que puede leerse, como en todos esos contenedores, «a+BA».

Hay que amar a Buenos Aires y sus mierdas de perro que ahora forman parte de un caldo oscuro en el que me encuentro metido hasta casi la cintura. En la esquina de Humboldt voy a meter mi billetera y mi MP3 en la maleta pero los manes del chuzo están sacando el agua y no entienden que me estoy haciendo ahí por un ratico. El perro, grandísimo, quiere salir y alguien lo regaña, lo putea. Vale huevo entonces y así igual me eché al agua una vez más hasta llegar al otro lado.

Allá había un restaurante que debía estar putiando de la misma manera y una vieja muy chusca se queda mirándome con lo que me gustaría que fuera sorpresa, admiración, pero seguro era triste lástima. Al llegar a Fitz Roy todo es más familiar. Por esa calle, que ahora es cabeza de playa, debería pasar el 111. Pero no va a ser así porque, a pesar de que aquí ya no hay más agua que la que guardan mis zapatos, el camión incendiado debe estar todavía achicharronándose.

Camino una cuadra más hasta Bonpland, la calle familiar. Y ahí está el otro cyber al que voy, el de los hermanos que siempre tienen la boca abierta. Y allá el negocio de pizza y empanadas y el supermercado de los chinos. Y todo está tan seco y todo tan normal, tan Buenos Aires. Y solo resta poner los zapatos en el microondas, secarse y ponerse a ver las pendejadas que dan en los noticieron, como esa pobre gente de Palermo que está con el agua al cuello. Pero paila porque no hay cable.

One Response to “Se largó con toda”

  1. edwin Says:

    Muy buena explicación de Buenos Aires. Es linda, pero tiene iguales problemas que Bogota… para que se va uno? para seguir igual, o peor por estar en un pais extranjero? que va… dos años y me regresé, y no fui el unico, segun el sondeo pocos colombianos nos quedamos.
    camninito amigo… yo te digo adiós.

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